Relato  

Publicado por Dario Rangel

Eran las 5 de una tarde maravillosa y estaba en el centro comercial Unicentro con una amiga abogada. Íbamos por la mitad de un “casillero del diablo” que habíamos pedido para celebrar los contratos que habíamos firmado un poco antes en la notaria, y, que serían beneficiosos para los dos. A ella la harían más rica y a mí me acercarían un poco más a mis sueños. La charla se centraba, como es natural, en lo que el futuro nos traería. El plan de negocios era excelente, así no lo habían dicho en el banco. Por lo tanto, el futuro que nos esperaba era el mejor. En medio de la charla, se nos metió el tema de la felicidad, como tantas veces en nuestras charlas a lo largo de los años. De adolescentes, cuando estábamos decidiendo que hacer con nuestras vidas, nos habíamos hecho la promesa solemne de ser felices y de luchar a brazo partido por serlo. 15 años después, los dos habíamos tomado caminos diferentes, ella se quedó y terminó la carrera, yo me marché a vagar por esta vieja Europa que tanto anhelaba conocer. Durante muchos años perdimos el contacto, ya sabes, cuando te metes de lleno en tus cosas y en la lucha por vivir, siempre estamos ocupados y lo usamos como una excusa para dejar de ver a los amigos o a la familia, y poco a poco, pierdes la esencia de la vida, lo básico y simple, y, se te va olvidando que cuando eres joven lo tienes claro aunque parezca que no es así: tan solo queremos ser felices.

De repente, una risa infantil nos hizo voltear a mirar. Afuera del restaurante, una chiquilla de unos 10 años se encontraba sentada en las escaleras de la plazoleta central del centro comercial comiéndose un helado. A su lado, los padres intentaban hacerle cosquillas y por eso se reía, además estaba el riego de que se le cayera el helado, lo cual añadía mas placer a las cosquillas. Mi amiga y yo nos quedamos mirando la escena. La humildad de la familia era tan evidente como evidente era su felicidad. No vestían ropa de marca, el señor tenía unas manos inmensas y callosas, y la señora las tenía curtidas y con las marcas de las señoras que trabajan en casas de familia. Eran ya las 6 de la tarde y se notaba que el señor acababa de terminar de trabajar y había salido con la familia a comerse un helado. Simple, sencillo, y muy feliz.

Mi entrañable amiga me confesó entonces, tal vez animada por el excelente vino chileno, que algo le atormentaba el alma. No recordaba la última vez que se había sentado a comer un helado con su hija. El medio en el que se envolvía le había robado la esencia de la vida. De nada servia su apartamento en un condominio hermoso y con magnificas vistas a los cerros tutelares de Cali o su inmensa casa de campo con piscina, o ninguna de sus posesiones. Mi entrañable amiga no era feliz, es más, a veces era completamente infeliz. Trabajaba más de lo que descansaba y a veces no veía a su hija, la cual, poco a poco y entre más crecía se convertía en una extraña para ella. En medio sollozos mi amiga me dijo: “Me debes de considerar fracasada, ¿no es verdad?” Entonces me dí cuenta que lo que más le importaba era lo que alguien pensara. Exactamente el error que cometemos los demás seres humanos en este planeta: la felicidad viene de afuera, nunca de adentro; de tener plata, ser guapo, tener unas tetas infladas y un buen carro, para algunas personas es más importante adonde se va de vacaciones que el colegio donde están estudiando los hijos, las mujeres quieren estar delgadas para que las otras mujeres se mueran de envidia, los hombres queremos el carro más potente y de moda para que los otros hombres nos respeten. Siempre partiendo de los demás, de afuera. Nunca de adentro. Es entonces cuando comenzamos a trabajar como esclavos y perdemos el rumbo. Para poder tener esas posesiones que “nos harán felices” según el modelo del “american dream”. La plata es la respuesta. Al menos eso creemos y por eso trabajamos como esclavos.

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